Sexto Domingo después de Trinidad

Queridos hermanos,

El texto del evangelio de hoy muestra el propósito de la encarnación del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Deja claro dos cosas en su plan salvador que culminará en la cruz: la primera es que Él no ha venido a abolir la Ley de Dios, haciendo que ya no sea obligatoria para la humanidad o la declare desfasada, anticuada o inútil para el hombre creyente o no creyente, sino que ha venido a darle valor hasta el punto de cumplir la Ley de los 10 mandamientos, para que nosotros no tengamos que medirnos por ella ante el Padre y ser tristemente condenados por no dar la talla ante la exigencia de la santidad de Dios. Esto nos da una idea clara de quién es Jesucristo, pues solamente Dios puede cumplir la Ley. Jesús es sin pecado y puede hacerlo ciertísimamente.

La segunda es que, sobre todo pronóstico y deseo humano, el mundo tendrá la Ley como un espejo de su pecado e incapacidad para justificarse por las obras ante Dios, como nos enseña el Catecismo Menor de Lutero. Y esta validez estará siempre ante nosotros hasta que el reino de Dios se consume en la eternidad, dejando atrás lo que es de este mundo.

Mientras haya mundo, habrá Ley divina.

¿Por qué esta Ley que nos condena no la podemos apartar de nosotros en la vida? ¿Por qué esta Ley santa se nos recuerda en los principales códigos de leyes humanos y nos vemos obligados a reconocer que guardarla es sensatamente lo mejor que podemos intentar vivir y considerar o respetar en la vida? La respuesta es porque no podemos dejar de recordárnosla a nosotros mismos ni a los demás, salvo pena de ir contra el bien y la continuidad de la vida del ser humano, es decir transgredir los mandamientos de Dios significa nuestra muerte, ir contra nosotros mismos y la naturaleza de todas las cosas creadas. Siempre habrá Ley. Siempre nos juzgará esta Ley. No podremos nunca deshacernos de ella en esta vida. Y será la ley de Dios la autoridad que mostrará ante los hombres en el día del Juicio Final del Gran Trono Blanco, que nos relata el cap. 20 de Apocalipsis. Los que no van a ese juicio con Cristo y su Evangelio como abogado, serán juzgados por sus obras ante la inquisitiva Ley Santa de Dios y terminarán por ser, tristemente, condenados.

En el libro del Éxodo 20, el narrador deja muy claro que es Dios quien habla en el monte Sinaí. Esta Ley no es una invención de Moisés, no es una norma humana, tampoco es una Ley para los judíos solamente, sino que es una Ley universal, insuperable en cuanto a su perfección que nos enseña el amor a Dios y al prójimo por encima de todo. Obedecer es nuestra bendición y nuestro bien y su desobediencia significa el mal en lo personal y en el mundo.

Un mundo que no guarda la Ley es un mundo viviendo en el mal. Y el hombre que vive en el mal es un ser que sufre horriblemente por la conciencia y sus efectos directos sobre nosotros. Cuando decimos por qué hay tanto mal en el mundo, esta es la razón, Cristo nos la revela en este texto del Evangelio.

“No pasarán ni una iota ni una pequeña tilde de la Ley de Dios hasta que todo se cumpla”. Cristo es el único hombre que ha podido cumplirla desde la caída de Adán, y hasta el día de hoy, nosotros somos llamados a considerarla, respetarla, vivirla con la ayuda de Dios y enaltecerla. Cristo nos reclama que quien enseñe mal o minusvalore la Ley de Dios, que no deja de ser Palabra de Dios siempre, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos. Cuestión que nos debería preocupar, sobre todo en ciertos foros y tendencias doctrinales que hacen de menos el poder y el respeto a la Ley, que Cristo, que nos dio la Ley en Sinaí, porque Él es Yahveh, nos reclama. Al margen de quienes menosprecian la Ley están los que hipócritamente tienen la tendencia a simular que cumplen la Ley cuando no lo hacen o que hablan de la Ley y no la llevan a cabo debidamente. En cualquiera de estas imágenes nos podemos ver retratados todos nosotros en algún momento.

A diferencia de la condescendencia humana, Dios nos dice que nos ama por medio de negarnos 10 veces el acceso a hacer lo que nos venga en gana. Así como el hombre fue puesto en el paraíso de Edén y Dios le negó el acceso al codiciable árbol del bien y del mal, hoy el hombre puesto fuera del paraíso y conociendo el bien y el mal tiene no una sino 10 negaciones, que son la esencia de las cosas importantes que hemos de observar, de esta vida, que le agradan a Dios y nos hacen felices, que Dios nos obliga a guardar y vivir o a evitar. Pero como hombres seguimos transgrediendo esta regla, trayendo unas consecuencias horribles para nosotros, dejándonos enfermos y heridos de muerte, física, emocional y espiritualmente.

Desagradar al Señor no hace de nuestra vida una liberación, sino una carga de conciencia. Ahora sabemos que la vida queda encuadrada de la Ley hacia dentro y el pecado y el mal humano hacia fuera de esta santa Ley.

¿Dónde pensáis que nos podría atacar un enemigo en este caso? Satanás nos ataca como humanidad de Dios justo en todo aquello que nos haga transgredir la Ley de Dios, porque es la única manera de separarnos de Dios y de destruirnos como criatura suya, degradándonos y haciéndonos perder nuestra dignidad.

¿Qué consecuencias trae para nosotros desobedecer a la Ley, como Palabra de Dios? Separación, muerte, desgracia y angustia. Vivir la Ley en nuestra condición caída en pecado no es cosa difícil, sino imposible. Nuevamente como nos enseñaba nuestro hermano Martín Lutero: “Lo infinito de Dios no cabe en lo finito del hombre”, de esta manera, la Ley viene como un tsunami toda ella sobre nosotros como humanidad, cayendo con toda su fuerza y alejándonos más de Dios. Leía una cómica frase escrita en una pared, que resume el sentimiento del hombre frente el Señor: “Dejad de prohibir tantas cosas, que ya no alcanzo a desobedecer todo.” Esta desesperante afirmación cómica, nos hace ver la lejanía del hombre con Dios.

Llegando a este punto tenemos que reconocer que como hombres y frente a la Ley y los Profetas, estamos condenados, separados de Dios, sin otra posibilidad que lamentarnos o bañarnos en nuestra desesperación, aun más en el pecado. ¿Qué va a ser de nosotros?

Lo que va a ser de nosotros depende de lo que Cristo haga por nosotros en este mundo. Pablo sale a la palestra cristiana para hacernos entender de qué manera es Cristo nuestro Evangelio en medio de la fatalidad en la que como hombres sufrimos. ¿Quién nos salva a nosotros? ¿Es posible que seamos salvados de nuestra imposibilidad de cumplir con la Ley? ¿Tendrá Dios piedad de nosotros? El Evangelio nos revela que Jesucristo es nuestra única salida para vencer sobre nuestra condición humana tendente al pecado, para llenar nuestro vacío existencial, para evitar la muerte eterna y el miedo a la muerte. No hay otro camino, sólo Cristo es el camino, seguirle a Él es nuestra salvación cierta y segura. Porque es Él quien ha hecho todo lo necesario para ganarnos y atraernos a Él mismo. Como ante dije, Jesucristo es el único que cumple la Ley y el único que puede cumplirla. No lo hace por sí mismo o por alcanzar su propia salvación, sino que lo hace en lugar de nosotros. Yo no puedo cumplir la Ley, porque fallo una y mil veces ante ella en mi intento de hacerlo, entonces Jesús la cumple en lugar mío y el final que le lleva a Él en cumplirla significa su sacrificio en la cruz, que padece no por sus pecados, siendo el Santo, sino por mis pecados, quien tendría que padecer en la cruz sería yo. La muerte, la que algún día será mi muerte, es la paga por el pecado.

El apóstol en Romanos 6 nos hace recordar que, aunque fallaremos en alguno de sus puntos de la Ley de Dios, eso no significa que no tengo que evadir el cumplimiento de la Ley, eso no nos deja vivir en el pecado, “porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” Es decir, que hemos muerto, junto con Cristo en su cruz, al pecado. Él ha muerto nuestra muerte.

Y esa muerte se escenifica y simboliza en el sacramento del bautismo Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva”. Nuestra muerte al pecado en la cruz de Cristo, tras la desobediencia a la Ley, nos hace resucitar junto con Él a una nueva vida, que es una vida que no sirve al pecado ni a la desobediencia a Cristo: “…nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado. Y si nos sujetamos a Cristo cumplimos con la Ley capacitados por el Espíritu de Dios que mora en nosotros y que nos es dado en el bautismo, Él produce la nueva vida en nosotros, nos regenera totalmente, y ahora lo que vivimos lo vivimos en el Señor “…muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.

En la segunda parte y a modo de ejemplo a nosotros que escuchamos estas palabras del Evangelio en boca de nuestro Señor, entendemos que ante nuestra imposibilidad de cumplir con todos los mandamientos, solo nos cabe una arma o una herramienta como cristianos que nos pone al día ante la presencia de Dios. Quienes hemos sido justificados, limpiados y santificados por Él, somos enseñados que la reconciliación es el único medio para volver a poner las cosas en su lugar.

El arrepentimiento por el mal causado a otros, o el causado a Dios, serán quienes nos permita cruzar el puente tendido por Cristo y que nos separa del Dios Santo.

Si hacemos un mal a nuestro prójimo acudamos a él para pedir perdón y restituir lo dañado, porque si no lo hacemos tendremos dos jueces a Dios en la eternidad y a los jueces de este mundo ante quienes debemos dar cuenta. No podemos pedir perdón a Dios sin tener el perdón de los hombres o al menos haberlo intentado, reconociendo nuestra culpa. Después, Dios nos espera del otro lado, es también nuestro prójimo y a quien agredimos cuando no hacemos su voluntad, Cristo nos otorga en su obra redentora el perdón y la paz reconciliadora cuando así reconocemos también que hemos atentado contra Él.

Para quienes piensan que el Evangelio es una gracia permisiva de todo, el Señor se encarga de ponernos en nuestro sitio, si la ley es exigente, santa y justa, el Evangelio nos lleva a un compromiso mayor con Dios y con el prójimo, pues nos exige el amor perfecto a Dios y al prójimo. El acento es amar sin excepciones, con espíritu de misericordia ante los ofensores de la ley y ante nuestros agresores, aunque la carne nos pida venganza o maldecir. Cristo nos enseña que el pecado nace en la mente, que la transgresión de la Ley nace en el corazón humano como pecadores, errantes del bien y que sólo con pensar el mal nos convierte en ofensores contra Dios y esto exige arrepentimiento por nuestra parte.

En esta mañana, recibimos al Señor en el pan y el vino, señal perpetua que Cristo nos señaló como el lugar máximo de la reconciliación de los hombres con los hombres y de los hombres ante Dios, hasta la venida del Señor. En el cuerpo de Cristo y su sangre derramada brota para nosotros el grial divino para nuestro perdón y reconciliación. Es la paz la que obtenemos en el sacramento, la paz con Dios, la paz que nos trae la salvación. Acudamos a este bien, con arrepentimiento para que nuestros pecados y transgresiones a la Ley Santa sean remitidos.

Difícil equilibrio la que tenemos los hijos e hijas de Dios. Encomendémonos al Señor en todo y pidamos el doble del espíritu de amor de Cristo para no sufrir del mal más grave del juicio de Dios.

Cristo y su Espíritu nos capacitan para ello, siempre que nos dejemos llevar por su Palabra y pidamos a Dios, fuerzas, sabiduría y prudencia con misericordia.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on julio 12, 2021

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