Catecismo

 

Audio del Catecismo Menor de Lutero

 

Catecismo Breve Para Uso De Los Párrocos

Y Predicadores En General

Martín Lutero

 

1529

 

PRÓLOGO

 

Martín Lutero a todos los párrocos y predicadores fieles y piadosos desea la gracia, la misericordia y la paz en Jesucristo, señor nuestro.

El estado de miseria lamentable que he constatado últimamente a través del desempeño de mi función de inspector es lo que me ha impulsado y forzado a presentar este catecismo o «doctrina cristiana» de esta forma tan concisa y sencilla. ¡Dios me ayude! ¡De cuántas calamidades he tenido que ser testigo! El vulgo, sobre todo en las aldeas, no sabe nada de la doctrina cristiana, y muchos pastores, por desgracia, son muy torpes y están incapacitados para enseñarla. Todos se llaman cristianos, están bautizados y disfrutan del santo sacramento, pero ignoran el padrenuestro, el credo y los diez mandamientos; viven despreocupados como el ganado, como cerdos irracionales. Ahora, cuando les ha llegado el evangelio, lo único que han aprendido a la perfección ha sido a abusar como dueños y señores de todas las libertades. ¡Ay de vosotros, los obispos! ¡Qué responsabilidad tenéis contraída ante Cristo por haber abandonado con tanta desvergüenza al pueblo y por no haber cumplido nunca las exigencias de vuestro ministerio. A vosotros se debe esta calamidad. Ofrecéis la comunión bajo una sola especie, andáis imponiendo vuestros preceptos humanos, y ni se os ocurre preguntaros si la gente sabe el padrenuestro, el credo, los diez mandamientos o alguna palabra de Dios! ¡Oh desdicha y ay de vosotros por toda la eternidad!

Por tanto, os suplico a todos vosotros, mis queridos señores y hermanos, párrocos y predicadores, que por amor de Dios toméis en serio vuestro ministerio. Tened piedad del pueblo que se os ha confiado; ayudadnos a lograr que el catecismo penetre entre la gente, sobre todo entre la juventud. Los que no puedan hacer otra cosa, que recurran a estos carteles y formularios y los inculquen al pueblo palabra por palabra de la manera que sigue.

En primer lugar, que el predicador se abstenga y se guarde de usar textos variados o redacciones diferentes de los diez mandamientos, del padrenuestro, del credo, de los sacramentos, etc. Que adopte, por el contrario, una fórmula única a la que atenerse, y la use de forma invariable año tras año. Porque se precisa enseñar a los jóvenes y a los sencillos a base de textos uniformes y fijos; de otra suerte, si hoy se enseña de una manera y al año que viene de otra, como si se quisiera mejorar los textos, sería sembrar la confusión con la mayor facilidad; se habrá malogrado la molestia y trabajado en vano.

Los santos padres se dieron cuenta perfecta de ello, y por este motivo todos se sirvieron de la misma fórmula del padrenuestro, del credo, de los diez mandamientos. Por lo mismo, también nosotros tenemos la precisión de enseñar estos puntos a los jóvenes y a los sencillos sin cambiar una sola sílaba y sin modificar de un año para otro nuestra forma de presentarlos. Escoge, por tanto, una fórmula que te cuadre y consérvala siempre. Cuando prediques a sabios e inteligentes eres libre para airear tu ciencia y presentar estos temas de la manera más profunda y variante y de tratarlos con toda la maestría que te venga en gana; mas para los jóvenes, atente a una fija y siempre idéntica. Enséñales antes de nada a repetir literalmente y en conformidad con el texto los diez mandamientos, el credo, al padrenuestro, etc., hasta que lo hayan aprendido de memoria. A los que rehúsen aprender estos puntos, hacedles saber que están renegando de Cristo y que no son cristianos. No les admitáis al sacramento ni les permitáis que lleven un hijo a bautizar ni que usen ningún derecho de la libertad cristiana. Mejor es mandarles sencillamente al papa y a sus oficiales y al mismo diablo. Que los padres y amos, además, les nieguen la comida y la bebida, y les digan que el príncipe echará del país a los malos sujetos de su calaña, etc.

Porque, aunque ni se pueda ni se deba obligar a nadie a creer, sin embargo es preciso instruir a la masa y guiar a la gente de manera que se enteren de lo que por bueno y por malo tienen aquellos en quienes esperan hallar cobijo, alimento y subsistencia. Quienquiera que desee vivir en una ciudad, está obligado a conocer y observar las leyes de quien espera beneficiarse, sin importar que lo crea de verdad o que, en el fondo de su corazón, sea un hipócrita y un bribón.

En segundo lugar, y una vez que sepan bien los textos, hay que enseñarles también su significado para que comprendan lo que las palabras quieren decir. También en esto recurre a la explicación que figura en estos cuadros o a otra corta y sencilla según tus preferencias; pero no se te ocurra prescindir ni de una sílaba, conforme a lo dicho al hablar del texto. Emplea el tiempo necesario en ello, ya que no es preciso explicar todos los puntos a la vez, sino uno tras otro. Cuando hayan comprendido a la perfección el primer mandamiento, pasa al segundo, y así sucesivamente; de otra forma se armarán tal lío, que no retendrán bien ninguno.

En tercer lugar, cuando les hayas enseñado este Catecismo breve, acude al Mayor[1], y ofréceles una explicación más amplia y desarrollada. Entonces exponles cada uno de los mandamientos, cada una de las peticiones, todos los artículos con sus diversas obras, utilidad, ventajas, riesgos y perjuicios, conforme lo encontrarás expuesto abundantemente en tan numerosos tratados como sobre el particular se han escrito. Insiste de manera especial en los mandamientos y artículos que más le urge al pueblo que te ha sido confiado, y de forma particular en los más quebrantados por él. De esta suerte, en el séptimo mandamiento te es preciso insistir en lo concerniente al robo con los comerciantes, artesanos, con los campesinos y con los criados, ya que entre esta gente anda con frecuencia de por medio toda clase de robos y de abusos. De igual forma, es preciso machacar sobre el cuarto mandamiento ante muchachos y la gente común, para que se mantengan tranquilos y sean fieles, obedientes y apacibles. Y no hay que cansarse de citar ejemplos numerosos, extraídos de la Escritura, donde Dios castiga o bendice a estas personas.

Exhorta también, ante todo, a los magistrados y a los padres a que gobiernen rectamente y a que lleven a los muchachos a la escuela. Adviérteles que tienen la obligación de hacerlo, y que, en caso contrario, cometen un pecado maldito, porque arruinan y devastan al mismo tiempo el reino de Dios y el terreno, y actúan como los peores enemigos de Dios y de los hombres. Aclárales el perjuicio tremendo que se sigue si no colaboran en la educación de los niños para que se conviertan en párrocos, predicadores, secretarios, etc., y diles que Dios ha de castigarlos terriblemente. Esto es lo que se necesita predicar aquí, porque los padres y magistrados pecan en la actualidad en este particular más de lo que se pueda expresar, y el diablo persigue por este medio fines crueles.

En fin, al haber sido abolida la tiranía papal, la gente no quiere acudir al sacramento y le desprecia. También en esto hay que insistir, aunque con prudencia para no constreñir a nadie a creer o a comulgar. Tampoco hay que establecer leyes, ni fijar tiempos y lugares determinados. Debemos predicar de manera que sean ellos mismos los que se obliguen, sin que nuestra ley les fuerce a hacerlo: que sean ellos precisamente los que nos fuercen a nosotros, los pastores, a administrar el sacramento. Para eso hay que decirles que muy bien se puede temer que esté despreciando al sacramento y que no sea cristiano aquel que no desea y pide la comunión una o cuatro veces al año, lo mismo que no es cristiano quien no crea en el evangelio o no lo escuche. Cristo, en efecto, no dice «dejadlo» o «despreciadlo», sino «haced esto siempre que bebáis»[2], etc. Quiere por tanto, que lo hagas y no que lo descuides o menosprecies. «Haced esto», dice.

Si alguien no hace gran caso del sacramento, es señal de que para él no existe pecado, ni carne, ni demonio, ni muerte, ni peligro, ni infierno. Dicho de otra manera: no creen en nada de esto, aunque esté en ello sumergido hasta las orejas; pertenece por doble motivo al diablo. Y, al contrario, no necesita la gracia, ni la vida, ni el paraíso, ni el reino de los cielos, ni a Cristo, ni a Dios, ni bien de ninguna clase. Porque si creyese que tiene tantos males y que está necesitado de tantos bienes, no prescindiría del sacramento, en el que encontramos remedio a tales necesidades y en el que se nos otorga tantos bienes. No hay que presionar con leyes para acercarse al sacramento; él mismo acudirá a todo correr, animándose y presionándose a sí mismo para que se le administre.

No se te ocurra establecer leyes en esto como hace el papa. Al contrario, dedícate a explicar la utilidad y el daño, la necesidad y las ventajas, el peligro y la liberación que entraña este sacramento. Entonces acudirán por propia iniciativa, sin que los fuerces a ello. Pero si no acuden, abandónalos a su suerte; diles que pertenecen al diablo, puesto que no son sensibles a su enorme miseria y no hacen ningún caso de la misericordiosa ayuda de Dios. Si no actúas de esta forma, si tornas el sacramento en una ley y, por tanto, en un veneno, será culpa tuya el que los otros le desprecien. Porque ¿cómo van a mostrarse ellos diligentes si tú duermes y te callas? Tened bien en cuenta, pastores y predicadores, que nuestro ministerio no es el mismo que el que se daba bajo el papado; se ha convertido en algo muy serio y salvador. Por eso tiene que costarnos mucha fatiga y mucho trabajo, muchos riesgos y muchas tentaciones. Por si fuera poco, será escaso el salario y el reconocimiento mundano que nos proporcione. Pero Cristo mismo será nuestro salario, con tal de que trabajemos con fidelidad.

Que el padre de todas las gracias nos ayude. A él le sea rendida la alabanza y la gloria eternamente, por Jesucristo, nuestro señor, amén.

 

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