Sermón del 18 de Abril

Querida Iglesia de Cristo,

Cuán bienaventurada eres de tener a Éste que afirma de sí mismo: ¡Yo soy el buen Pastor! ¡El buen Pastor, su vida da por las ovejas!

Somos verdaderamente afortunados en este día de reconocer que el que es nuestro Señor, nos guía siempre con su amor. Qué hermoso es contemplar a ésta Iglesia que se permite el gusto de sentirse segura, sabiendo que nada le faltará, previendo que más adelante, también sigue habiendo y habrá verdes y jugosos pastos para nuestro sostén del alma, que camina confiada en que caminará sin morir de sed, porque le espera la mejor de las fuentes de las aguas cristalinas donde beber sin miedo ni escrúpulos; lejos del temor, lejos de la angustia de la muerte por mano de angustiadores que nos persigan. Este rebaño es, sin duda, la Iglesia de Cristo, dirigida por el buen Pastor, por duros y difíciles que sean los tiempos.

¿Cómo seres humanos pecadores podemos llegar a sentirnos así de seguros en este mundo complejo, violento y que vive en el desamor en la desesperanza y en la desconfianza?

La colecta de hoy nos da una respuesta al pueblo creyente y rescatado por medio de la humillación del Hijo que levanta a este mundo caído.

Efectivamente, este mundo caído, ha sido elevado en los hombros de Cristo para la vida eterna por su apreciada vida en la cruz, no es una vida humana cualquiera, sino la del Santo de los santos, la vida del Dios- hombre crucificado.

Nuestra completa inutilidad humana en todas nuestras formas, no supo retener el tesoro de gracia de todo el bien de Dios en Edén. Si no que, como si fuéramos niños descuidados, jugando con la obediencia, dejamos caer al suelo ese bien preciado en nuestra desobediencia quedando totalmente caído y destrozado.

Cristo, tomó el mal del hombre y lo destruyó con más pericia de la que el hombre inútil pudo destruir el mundo. No somos capaces de salvarnos a nosotros mismos. Su cruz nos devuelve un mundo salvado, nuevo, rescatado, sin grietas, ni piezas mal pegadas. El nuevo mundo y la nueva vida que recibimos de sus manos y su cuidado ya no puede romperse ni destruirse, porque será eterna. Así levantó el mundo caído sobre los cimientos de los dolores, mordiscos, las angustias, las luchas del lobo que le mordía en la cruz del Calvario… para que ninguna de sus ovejas fuera mordida más y habitáramos en paz en verdes prados.

Como un niño no percibe las angustias de sus padres para sacarlos adelante, sino que viven en su particular y feliz mundo sin que les falte de nada a su tiempo, así vivimos nosotros en Cristo por el derramamiento de su sangre y su cuerpo dado a los heridores, a los lobos. Quien nos cuida sabe el sacrificio, sabe el mal por el que lucha y se pelea con los lobos cada día y los vence para que sus niños tengan paz y alimento. Este es nuestro Cristo. Pelea por lo que es suyo y no como un asalariado.

El buen pastor que conoce a sus ovejas y sus ovejas le conocen, confían en Él y en su poder en medio de un mundo de lobos.

¿Quién es el lobo? Sin duda, todo lo que nos separa de la comunión con Cristo. Todo y todos los que amenazan mi vida en Cristo Jesús. Puede ser Satanás, puede ser el mundo, pero mayormente es nuestra condición humana caída. El apóstol Pedro nos aproxima en su carta a la Iglesia a esta respuesta: “…el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.  (1 Pedro 2, 21-25)

Sí, El lobo que viene a nosotros es nuestra propia condición caída, el lobo que nos muerde es la mentira en la que vivimos, el lobo que gruñe es la maldición que sale de nuestra boca y de nuestro corazón envenenado, el lobo que nos mira con hambre es nuestra amenaza del maligno que miente o no contra nosotros y nos hace caer en su red, el lobo, que muerde mi corazón, como la canción del legionario español, es mi carne y mi condición plena de pecado que no se frena y que me mata; el lobo que viene amenazante a nosotros no es otro prójimo sino tú y yo mismos. No tenemos de qué confiar en nuestra carne, que, además, es débil y que al final solamente Cristo es capaz de llevar con éxito para matarla en una cruz y con ella matar al lobo en nosotros.

¡Cuidado con la complacencia propia o ajena, querida Iglesia de Cristo! Estas nos harán víctimas del mal y nos harán acabar en la cazuela de un asalariado o de un lobo.

Satán no es suficiente lobo para Cristo, pero sí para mí pecador, porque mi condición humana de pecado alentada por él es capaz de sacar de mí mis lobos, lobos que me desgarran y cuya mala conciencia me destruye si no sé huir hacia los brazos de perdón de Cristo con la celeridad del rayo.

Los brazos que levantaron este mundo caído son suficientes para levantar mi alma y mi vida caída. ¡Ven a los brazos de tu Pastor y Obispo del alma! No hay otros brazos iguales que los suyos en los que estar seguros.

Es posible que me digas, Felipe, ¿es que no ves que no tengo fuerzas, no ves que estoy atrapado o atrapada entre las rocas de la vida y estoy a merced de mis males y enemigos? El profeta Ezequiel tiene que recordarte algo: Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada; vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil; mas a la engordada y a la fuerte destruiré; las apacentaré con justicia. (Ez. 34, 11-16)

Cristo sabe que no podemos salir de nuestros agujeros y que estamos expuestos al lobo, es el único que puede ayudarnos: ¡Clama a Él y saldrá a tu ayuda!

Nuestro oficio es perdernos y malograrnos, no damos más de sí, su oficio es encontrarnos y curarnos, porque sólo Él puede hacerlo, solo abandona, como antes decía, a la oveja que se siente suficiente y complaciente de sí misma: ¡Señor, ten piedad de nosotros!

Cristo sabe que “También tiene otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.” Cierto es que no estuvimos allí acompañándole en su cruz ni en su vida, ni en su muerte ni siquiera en su resurrección ni en su ascensión. A estos nos dice hoy, de manera firme y segura, que nos traerá a sí mismo, que no dudará de llamarnos a su Iglesia, el lugar donde los pastos son verdes y el agua es cristalina, el lugar del paraíso entretanto que no estemos en el definitivo. Cristo te llama: ¡Responde! Yendo a Él, dejando atrás las angustias y las amenazas del lobo.

En este domingo, el Señor se hace presente a nosotros en el pan y en el vino, esa es la mesa de Cristo, la que ha preparado para nosotros, la que no pone alimento para nosotros de otros, sino de sí mismo, dándose a nosotros para el perdón de nuestros pecados y así vivamos con Él participando de la vida eterna. Donde Cristo quiere que dejemos la angustia de nuestros lobos, en torno a esta mesa el lobo no se acercará jamás: ¡Vivamos en Cristo!

Que la gracia y el poder de Cristo nos proteja y guarde en Él por medio del Hijo, nuestro buen Pastor, en el agrado del Padre y en la paz del Espíritu, siempre un solo Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on abril 19, 2021

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