Sermón del 27 de diciembre

Navidad 1

San Lucas 2:22-40

En el nombre del Padre, y del + Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

El pueblo del Señor había estado esperando el nacimiento del Mesías durante mucho tiempo. Desde que se le prometió por primera vez a Adán y Eva en el Jardín del Edén, el pueblo del Señor se había aferrado a la promesa de un Salvador. Sin embargo, había un hombre que estaba esperando el cumplimiento de esta promesa de una manera única. San Simeón había recibido una promesa maravillosa. El Espíritu Santo le había asegurado que no moriría antes de haber visto al Mesías. Vería al Cristo prometido con sus propios ojos. Sostendría al Salvador del mundo en sus propios brazos. ¡Qué promesa!

Sin embargo, ¿te imaginas lo difícil que hubiera sido esperar a que se cumpliera esta gran promesa? ¿Qué tan difícil es para los niños esperar sus regalos de los Reyes Magos? ¡Cuánto más difícil esperar el mismo Hijo de Dios! Por Dios encarnado. Dios en carne humana.

Y hay otro lado de la difícil espera de San Simeón. No sabemos si le contó a alguien sobre esta promesa. Y no sabemos si la gente pensó que estaba loco, o incluso si se burlaron de él por creer que se le otorgaría este gran regalo de sostener a Dios en sus brazos. Pero sabemos que fue un hombre de fe. Fue, por esa fe, un santo. Pero también era, como nosotros, al mismo tiempo un santo y un pecador. Y el diablo ciertamente le habría susurrado al oído: “¿Realmente Dios dijo que verías al Mesías?” Después de todo, esto es lo que hace el diablo. Cuestiona la Palabra de Dios y trata de que nosotros también cuestionemos la Palabra de Dios.

A pesar de estas cosas, sabemos que San Simeón se aferró a esa promesa. Se aferró a la Palabra de Dios. Y sabía que vería a su Salvador antes de morir.

Y entonces, llegó el día. El día de que escuchamos en la lección del Evangelio de hoy. San Simeón, guiado por el Espíritu Santo, subió al Templo y vio con sus propios ojos a Aquel que fue prometido en Génesis 3:15. El Mesías, que salvaría a su pueblo de sus pecados. Dios en carne humana. ¡Imagina la maravilla de ese momento!

Él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo:

Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz,

Conforme a tu palabra;

Porque han visto mis ojos tu salvación,

La cual has preparado en presencia de todos los pueblos;

Luz para revelación a los gentiles,

Y gloria de tu pueblo Israel.

Estas palabras se llaman “Nunc Dimitis” en nuestra liturgia. Es decir, “Ahora, despide”. Y San Simeón estaba confesando que el niño en sus brazos es en verdad el Mesías. Y que ahora que había visto a su Mesías, estaba listo para morir. Estaba listo para dejar esta vida. La promesa se cumplió. Había tenido a su Salvador en sus propias manos.

Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, habéis recibido una promesa muy similar a la de San Simeón. El Espíritu Santo te prometió que verás la carne de su Salvador. Que lo sostendrás en tus manos. Porque cuando recibes el mismo Cuerpo y Sangre de Jesús en la Eucaristía, eso es exactamente lo que sucede. Recibes la carne y la sangre del Salvador, aquí mismo. Aquí mismo, en este altar.

Y, como mencionamos anteriormente con respecto a San Simeón, muchos se burlarán de tal creencia. Y ciertamente el diablo te susurrará al oído: “¿Realmente Dios dijo que este es su cuerpo y que esta es su sangre?” Podemos sentirnos tentados a tener nuestras dudas, y ciertamente seremos burlados por confesar que la Palabra de Dios es la verdad suprema. Pero esto es solo porque somos, como San Simeón, al mismo tiempo pecadores y santos.

Entonces, ¿Qué hacemos? Bueno, colgamos la Palabra de Jesús en la pared, “Este es Mi Cuerpo… Esta es Mi Sangre”, y la mantenemos frente de nuestros ojos mientras nos acercamos a este altar. Confesamos con nuestros labios, con la guía del Espíritu Santo, que estas palabras son ciertamente la verdad. Y nos aferramos a la promesa de nuestro Señor … al igual que San Simeón antes que nosotros.

Y nuestro Señor es fiel a las promesas que nos hizo, así como fue fiel a su promesa a San Simeón. Y también nosotros confesamos las palabras del Nunc Dimitis. El cántico de San Simeón lo cantaban tradicionalmente los monjes y monjas en sus últimas oraciones de la noche antes de irse a dormir. Y los primeros luteranos tomaron este hermoso cántico, esta confesión de que Jesús ha venido a nosotros en la carne para traer la salvación, e hicieron de este el himno estándar cantado por la congregación después de recibir la Santa Cena. Después de todo, cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Eucaristía, estamos listos para dejar esta vida para estar con nuestro Señor para siempre.

En poco tiempo, nuestro Señor vendrá a nosotros en carne. Él te ofrecerá su mismo Cuerpo y Sangre para que comas y bebas … para el perdón de todos tus pecados. Y en este sacramento verás y tocarás al mismo Mesías. Y después de haber recibido este bendito sacramento, responderá cantando ese himno que se cantó por primera vez hace tanto tiempo:

Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz,

Conforme a tu palabra;

Porque han visto mis ojos tu salvación.

En el nombre de + Jesús. Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on diciembre 28, 2020

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