La Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén – Sermón del Domingo de Ramos

EVANGELIO: San Mateo 21:1-9

Madrid, Domingo, 14 de abril de 2019

LA ENTRADA TRIUNFAL DE JESÚS EN JERUSALÉN

 Queridas hermanas y hermanos, recibimos esta buena noticia en el nombre del Padre, también en el nombre del Hijo, nuestro Mesías, y del Espíritu Santo, quien nos hace comprender las Sagradas Escrituras.

Acabamos de orar: “…tú enviaste a tu Hijo, nuestro Salvador Jesucristo, para asumir nuestra carne y padecer nuestra muerte en la cruz…”

Esta oración no es nuestra, no es una ocurrencia propia o una genialidad de un predicador o mera creatividad poética profética, sino el grito del Evangelio que hemos recibido, un clamor que quiere despertarnos para que compartamos la salvación recibida y para unirnos al gozo de Dios en gloria, inspirado en el texto de Fil 2, 7-8, que dice: “…se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz…” 

Nuestro Jesús sale al camino, su último paseo antes de abrazar la muerte, la muerte que nosotros justamente merecemos y a asumir lo que nuestra forma de ser y de vivir merece. Sí, camina un Siervo de los hombres. Sí, está caminando en su obediencia al Padre para entregar su cuerpo a sus heridores, a quienes le crucificarán, a los que pensando que apagarían su voz con la muerte, lo único que daría a luz es una nueva creación, mi nueva creación;  repleta de vida eterna, vida eterna para mí; de paz y alegría, ahora mi paz y mi alegría; de victoria sobre el mal y el maligno y su poder sobre mí, mi victoria sobre el mal y el pecado.

Hoy, Él parte hacia Jerusalén y mi oración no puede ser otra que ésta que hemos hecho nuestra, también: “Permítenos, en tu misericordia, participar en sus padecimientos para así también tener parte en su resurrección.”

Yo quiero estar en ese camino, quiero ver pasar a mi lado a quien va a ganar mi salvación. Quiero mirarle cara a cara y que Él me mire con amor y misericordia, saliendo a su encuentro en su padecimiento, que para mí traería la vida.

Jesús sabe que esta era ya, su hora. Ninguno de nosotros podemos planificar el escenario de nuestro fin, porque no lo sabemos. Sin embargo, Jesús es el Señor y Él siempre toma la iniciativa en su acción por nosotros. Tiene tal control de la situación que sabe donde estarán los animales que le llevarían en su entrada triunfal a Jerusalén en la villa de Betfagé, da datos muy concretos a sus discípulos, y el escenario de su sacrificio se estaba preparando en colaboración y la obediencia de sus discípulos, como sigue ocurriendo hoy. Jesús no es un mero hombre que no sabe el porqué de su muerte, también es enteramente Dios, preparando los acontecimientos, que saben que le esperan en la ciudad de David, nada queda a la suerte, su suerte era cumplir con la voluntad del Padre, y viene a cumplirla hasta el final.

El Jesús que viene lo hace sobre un pollino, que nunca había sido montado antes, tan joven que necesitaba de la compañía de su madre, una asna, que le traía tranquilidad ante el griterío y la multitud congregada. El signo de la venida del Mesías era éste, como Zacarías, el profeta, declaró:

“Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino…. los arcos de guerra serán quebrados; y hablará paz a las naciones, y su señorío… oh prisioneros de esperanza; hoy también os anuncio que os restauraré el doble.” (Zacarías 9. 9-12)

La historia de Israel nos da un motivo que enlaza con la historia de este Mesías esperado, cuando David tomó a Betsabé tras arrebatarla de su esposo y mandar que lo pusieran en el frente de batalla injustamente, muriendo (2º Samuel 12, 13-14). Ella quedó embarazada y dio a luz a un niño, un niño sin nombre. Natán trajo el mensaje de un severo castigo de Dios a David por su acción. Como resultado, a pesar de una agónica lucha con Dios en oración, el niño murió al séptimo día. Él tendría que heredar el trono de Israel, pero Dios lo escondió de la historia, hasta darlo a conocer a las naciones en su tiempo. Este niño, oculto, figura del que había de venir, fue manifestado a Israel en su momento y su nombre nos fue desvelado con el nombre de Jesús. El que murió por el pecado de su padre, vendría ahora, como el hijo largamente esperado de David, para liberar a Israel de sus pecados. Quien subía hacia Jerusalén es un Rey. Un Rey de reyes, Dios hecho hombre, pero lejos de la cruenta manera de actuar de David, viene desarmado, humilde, sin ejército, sin advertencias de agresión, sin violencia, sin amenazas, sin gritos o menoscabos, sin venganza ni masacres. Iba a ocupar un trono extraño en la ciudad de su padre David, una cruz, pero ésta sí, llena de odio, de golpes, de insultos, de crueldades, de acusaciones, de amedrentamientos, de daños, de muerte contra Él. El venía para morir, entregando su vida por la tuya y por la mía ante Dios, también. Por tus pecados y los míos.

Los allí congregados junto al camino ven en Él al Mesías prometido, de pose segura, pero tierna, firme, pero llena de compasión, tan regio que le alfombran con mantos y palmas el camino como signo de bienvenida al rey de sus vidas. A pesar de eso, Cristo venía sentado apuntando su rostro hacia la ciudad del gran Templo, la ciudad que será el altar de su propio sacrificio, sordo a los vítores que oía en la multitud y en su mente da comienzo su agonía que hace que con intensidad pida al Padre en su interior:

“Fortaleza mía, apresúrate a socorrerme. Sálvame de la boca del león, Y líbrame de los cuernos de los búfalos… No te alejes de mí, porque la angustia está cerca; Porque no hay quien ayude.” (Salmos 22).

Y, sin embargo, nada había más importante para Jesús como ir a la cruz.

Jesús en todo lo que hemos relatado, cumple con la Ley y los profetas en su propia carne, Ley que vive y defiende con su vida. Ley que el hombre no puede cargar, ni cumplir y que acaba condenándonos cayéndosenos encima como una piedra y matándonos. Nuestra bienvenida y gritos en su entrada a Jerusalén es la de un pueblo cansado que clama misericordia y liberación de nuestro pecado, que anhela la paz del perdón divino en su vida y en su muerte. Verle en dirección a Jerusalén y no en el sentido contrario, como hacen al final los poderosos, es nuestra real y verdadera esperanza de perdón y liberación, pues lleva nuestros pecados para ser perdonados.

El anuncio de la multitud viene como Evangelio a nosotros: ¡Hosanna! “Sálvanos, Señor”.

En primer lugar, el pueblo de Israel, los hijos de la Ley claman reconociendo la encarnación del Hijo de Dios, como solución a sus males en la historia y sus vidas personales. Como el Mesías prometido, tal como la tradición de Israel esperaba en la misma descendencia del rey David. Como realidad viva en su generación. Dando testimonio de ello en la alegría del pueblo que ve cumplida la Palabra de Dios en la historia.

En segundo lugar, el pueblo bendice a Dios y le da gracias, porque Él que ha sido enviado de Dios va en dirección a su altar. Al sacrificio como el Cordero único e insustituible que podría devolvernos la vida y la comunión con Dios. Quien entregaría su cuerpo y su sangre aplacando la ira de Dios y ganando el favor para nosotros, los alejados de la justicia y perdidos en nuestra condenación por nuestra condición y por nuestros hechos. Él es el Cordero que habría de sacrificarse para salvar a Israel y a los gentiles. Cuerpo que comemos hoy, sangre que gustamos en su benignidad en nuestra eucaristía.

En tercer lugar, el pueblo, con mantos en el suelo, con sus palmas en las manos, con su clamor de alegría evidencia el resultado de la entrega del Mesías, sencillo y humilde , pero al que Dios exaltaría “… hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor…” Fil 2, 9-11, aunque ahora encima del pollino en dirección al cumplimiento de su misión salvadora, que es: Gozo y victoria en la presencia del Padre, porque eso mismo es lo que Dios reivindica en nuestra salvación, su misma gloria, la vuelta a un nuevo principio o comienzo en la creación, que permite abrir un camino nuevo y vivo en la relación de Dios con nosotros los hombres.

Por esto mismo, nosotros nos sumamos en esta mañana a ese gran clamor y decimos con ellos desde estas mismas sillas: ¡Hosanna al que había de venir, a Jesucristo el Justo y el que nos viene a justificar a los que por la fe en su obra clamamos por su salvación en nosotros y nos beneficiamos de su perdón! Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on abril 20, 2019

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