Sermón del 4 de octubre

Trinidad 17

San Lucas 14:1-11

En el nombre del Padre, y del + Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Nuestro Dios no es un Dios del caos. Es un Dios de orden. Vemos esta realidad en la naturaleza. Lo vemos entre los animales. Vemos que esto siempre ha sido así con respecto a todas las personas de todos los tiempos y culturas. Dios diseñó el universo para que fuera ordenado. Todo tiene su lugar.

Y la lección del Antiguo Testamento de hoy nos enseña que en este mundo de orden y títulos, en el reino de los reyes y la política, hay una ventaja en ser humilde. Hay inteligencia en tal humildad. Si te humillas ante el rey, el rey te exaltará. Y es mucho mejor ser enaltecido por el rey, sobre todo en público, que sufrir la humillación de ser “humillado delante del príncipe”.

Luego, en el evangelio de hoy, se nos dice que un día de reposo nuestro Señor fue invitado a comer en la casa de un fariseo. Y se nos dice que los intérpretes de la ley y los fariseos “le acechaban”. Pues, ¿podemos asumir que estos hombres estaban acechando a Jesús porque él es el Autor y el Perfeccionador de nuestra fe? ¿Podemos asumir que querían escuchar cada palabra que salió de la boca de Jesús porque Jesús es la misma Palabra de Dios en carne humana? Pues, lamentablemente esa no era la situación.

Estos intérpretes de la ley y los fariseos estaban interesados en vigilar tan de cerca a Jesús porque querían atraparlo. Era común para ellos adular a Jesús en su cara, pero luego, cuando ya no estaban en su presencia, conspiraban contra él. Le hicieron muchas preguntas. Sin embargo, no le estaban haciendo preguntas porque realmente quisieran aprender, sino más bien para tratar de atrapar a Jesús para que pudieran usar sus palabras fuera de contexto más tarde. Y en algunos casos, incluso mintieron abiertamente sobre él para dañar su reputación y meterlo en problemas con las autoridades.

Desafortunadamente, esta comida, de este día de reposo, fue uno de estos casos. “Le acechaban” con el único propósito de tratar de destruirlo. Y, lo peor de todo, ni siquiera se dieron cuenta de que lo que estaban haciendo era un pecado. Se habían convencido de que estaban sirviendo a Dios al atacar a su Mesías.

Por supuesto, Jesús sabía lo que estaban haciendo. Y notó que pocas personas siguen los sabios consejos que escuchamos en la lección del Antiguo Testamento de hoy. Jesús observó cómo escogían los primeros asientos a la mesa. Él observó que estaban corriendo para conseguir los “lugares de honor” para si mismos. Esto es arriesgado. Es un juego peligroso sentarse en un lugar de honor. ¿Qué pasa si piensas más de ti mismo de lo que deberías, o si aparece un dignatario inesperado, y “el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a éste; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar”.

Bueno, por supuesto que nuestro Señor no está enseñando esta parábola para que aquellos que la escuchen tengan mejor etiqueta. Nuestro Señor tampoco enseña esta parábola para ayudar a sus oyentes a obtener ventajas políticas en la sociedad. Como todas las parábolas, nuestro Señor no nos enseña sobre el mundo, sino sobre el reino de Dios. Después de todo, no hemos sido invitados a un banquete terrenal, sino que nos ha invitado al banquete eterno, por Aquel que nos alimenta de este santo altar hoy.

Después de todo, nuestro Dios creó un universo ordenado, y nos ha llamado a varias vocaciones en nuestras vidas. Algunos con mayor honor que otros a los ojos del mundo. Sin embargo, sean cuales son las razones de mérito o vocación que nos hagan ser dignos de los “primeros lugares” del mundo, esas razones no nos hacen dignos de honor en la mesa del Señor.

En la liturgia, confesamos juntos una verdad que es necesario que todos la confiesen. Dijimos, “confesamos que hemos pecado gravemente contra ti en pensamientos, palabras y obras”. Con estas palabras confesamos que no nos merecemos un “lugar de honor” en el banquete. Más bien, somos los que debemos suplicar misericordia. “… Te rogamos en nombre de Jesucristo que tengas misericordia de nosotros y perdones todos nuestros pecados…”. Confesamos que ni siquiera merecemos el asiento más bajo en la mesa. ¿Cómo nos atrevemos de ponernos “delante del rey”?

Sin embargo, queridos hermanos, hemos sido invitados. Hemos sido invitados a asistir al sagrado banquete ofrecido por el Rey de Reyes, y sería un insulto rechazar su invitación. Es cierto que somos indignos de sentarnos en la presencia del Señor, de tener un lugar en su mesa, en su casa, entre sus ángeles y arcángeles y toda la corte celestial. Sin embargo, nuestro Señor nos invita e incluso nos manda a venir.

Pero humillados por nuestra indignidad, no venimos a este banquete compitiendo por lugares de honor, o para ser considerados como los más importantes por nuestros compañeros invitados. Somos llamados aquí por nuestro misericordioso Salvador. Somos reunidos por el Espíritu Santo. Y somos dignos de estar delante de nuestro Padre Celestial. No por nuestros propios méritos, sino por los méritos de Jesucristo. Por su dignidad, por su expiación, por su gracia.

Venimos humildemente a su altar, para recibir el pan del cielo y el vino más precioso del mundo: el mismo Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. Y nuestro Señor nos da estos regalos invaluables para que podamos recibir lo que realmente necesitamos. El perdón de los pecados.

En el nombre de + Jesús. Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on octubre 8, 2020

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