Sermón del 13 de septiembre

Decimocuarto Domingo después de la Santa Trinidad

13 de septiembre, A+D 2020

Pietismo No, Cristianismo Sí.

https://youtu.be/CKo834mGo-c

“Pietism, baaaaad.”  O, en castellano, “el pietismo, malísimo.” Esto fue un dicho frecuente de uno de mis profesores favoritos, el Doctor Larry Rast, actualmente el Presidente de Seminario Concordia en Fort Wayne, Indiana.  Aprendí mucho de él sobre la historia de la iglesia luterana.  Pero lo más duradero e impactante para mí siempre ha sido su eslogan:  Pietism, Baaaad.  El pietismo es malísimo.

¿Qué es el pietismo, y porque vale la pena de hablar de ello?  Bueno, empiezo por decir que la piedad, o una vida piadosa, es decir, intentar vivir como un cristiano, esto es bueno.  Debemos evitar el pecado y buscar oportunidades de amar a nuestros prójimos, claro que sí.  Es esencial que aprovechemos con frecuencia de las oportunidades de escuchar la Palabra de Cristo, recibir sus dones y darle alabanzas.  Todo esto es muy bueno.  La piedad cristiana, buena.  Pero el pietismo es malo, de verdad muy destructivo y peligroso a la fe.

¿Qué es la diferencia entre una vida piadosa y el pietismo?  Es que pietismo, en cualquier forma, (y hay muchas), el pietismo siempre pone nuestra vida, nuestras obras, y nuestra piedad en el centro de la fe y la vida.  Un pietista no niega a Cristo, no dice que no sea el Salvador.  Pero el pietista no centra su fe y vida en Jesús y su sacrificio para nosotros; más bien suele centrar sus pensamientos y actividades en su propia vida, en hacer todo lo posible para mostrar su fe, por buenas obras, y la ausencia del pecado, o del pecado obvio, al menos.  El problema es que, finalmente, lo que ponemos en el centro llega a ser el fundamento.  El riesgo es que el pietista empiece a pensar, en su corazón, que es por sus obras, por su piedad, que Dios sea complacido con él.  Es decir, aunque surge desde dentro de la iglesia cristiana, y tiene muchas similitudes con la verdadera fe, el pietismo es al fin y al cabo una religión de la ley.

Al extremo, aunque comparte muchas marcas externas con la cristiandad, el pietismo es una fe falsa, porque no confía en Cristo solo.  Así, el pietista elige ponerse a sí mismo bajo la ley de nuevo.  Pero, igual como un incrédulo, el pietista no tiene la fuerza y pureza dentro de sí mismo para cumplir adecuadamente las expectativas de la Ley de Dios.  San Pablo lo deja muy claro, la vida cristiana fluye de nuestra comunión con Dios, su causa es Dios obrando en nosotros.  Como dice en Filipenses 2: ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, 13 porque Dios es quien obra en vosotros tanto el querer como el hacer, para su beneplácito.

O en Gálatas 2:  Pues mediante la ley yo morí a la ley, a fin de vivir para Dios. 20 Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. 21 No hago nula la gracia de Dios, porque si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano.   La ley fue nuestro ayo, nuestro tutor, para llevarnos a Cristo.  Pero a menos que somos perfeccionados, 100% sin pecado, la ley no nos puede salvar.

Pero, como el experto en la ley en el evangelio del domingo pasado, por naturaleza queremos justificarnos a nosotros mismos.  Queremos jactarnos de haber hecho algo, alguna contribución al menos, en la gran obra de salvación.  Y si esta tendencia no está erradicada en nosotros, estamos en peligro de caernos en el pietismo.

El pietista busca honor y reconocimiento de sus prójimos.  Y aquí viene otro gran problema.  Una vez encaminado en la vía pietista, es una vergüenza admitir de nuevo que su piedad es defectiva, que su corazón no es puro como debe ser.  Esta vergüenza aplica una presión terrible sobre el pietista, una presión a fingir santidad, por afuera, para mantener su reputación como un buen cristiano.  Para el pietista extremo, la necesidad de dar la apariencia de ser un buen cristiano llega a ser un dios falso, un ídolo que reemplaza a Cristo mismo.

Además, el pietista en su miseria suele enseñar a otros a seguirle en su error, suele acusar a otros por no ser perfectos.  Lo peor es cuando un pietista llega a ser un maestro en la iglesia.  De verdad malísimo.  Señor ten piedad.

Para evitar el pietismo, es importante entender que hay muchos diferentes tipos.  En los evangelios, el ejemplo por excelencia es el caso de los fariseos y los escribas.  Estos expertos en la escritura y líderes religiosos conocían que este Jesús de Nazaret estaba cumpliendo todas las profecías sobre el Mesías, el prometido Salvador.  Pero, por su deseo de mantener sus reputaciones de ser piadosos, y por no querer dejar al lado su orgullo de la idea de salvarse a sí mismos por obras de ley, los fariseos rehusaron reconocer y dar su adoración a Jesús.  Rechazaron a Él porque siempre quería hablar de pecado y perdón, y su propio cruz.  Los fariseos no quisieron aceptar que la salvación solo viene a través del sacrificio del Cristo.  Preferían fingir una santidad exterior, mientras en sus corazones amaban a la riqueza, el prestigio ante el pueblo, y el poder de sus posiciones privilegiadas.

Hoy en día, vemos varios estilos del pietismo entre cristianos.  Uno podría tomar un voto de pobreza y hacer un show de vivir humildemente.  Otro podría usar vocabulario cristiano constantemente, para dar la impresión de ser un creyente piadoso, aunque en su mente su vocabulario y pensamientos son llenos de enojo, orgullo y celos.

Es incluso posible hacer una especie del pietismo de la conducta de la liturgia, dando todo el énfasis a la manera que nosotros hacemos todo correcto en el culto, así olvidando que el propósito de la liturgia no es impresionar a Dios, sino para que él pueda otorgar a pecadores el perdón de los pecados.

Al otro extremo, hay pietistas que minimizan la importancia de asistir al culto, en favor de dedicar todo su tiempo en mostrar obras de amor en el mundo.

Ahora, no me malentendáis.  No amar la riqueza, usar vocabulario cristiano, hacer una liturgia digna, y amar a nuestros prójimos, todos estos son valiosos, y deben adornar la fe cristiana.  Pero si llegan a ser el foco, se pone en riesgo la salvación.  Porque el foco del cristianismo solo puede ser, como el nombre implica, Cristo.

La tragedia del pietismo incluso podemos ver en los 9 leprosos sanados.  Estos buenos judíos fueron bendecidos por Jesús, más allá de lo que uno puede imaginar.  Un momento, andando en sufrimiento, llenos de úlceras; el próximo, liberados del dolor, con piel perfecto.  ¡Qué sorpresa, qué alegría!  Sin embargo, los 9 siguen en el camino de la ley, sin la sabiduría de volver para adorar a Cristo Jesús.

Desde Moisés los judíos recibieron una sistema compleja para afrontar la terrible enfermedad del piel que se llama la lepra.  Los leprosos tuvieron que vivir aparte, para no contagiar a los sanos.  Y si fueron curados, antes de volver a vivir dentro de la cultura, tuvieron que ir a los sacerdotes para ser inspeccionados, para recibir su declaración de sanidad.  Este régimen servía a la sanidad pública de Israel, por seguro, pero más importante, fue un metáfora para el pecado, y su capacidad de excluirnos del reino de Dios, en la tierra y en la eternidad.

No es que los nueve nunca deberían haber ido a los sacerdotes.  Pero justo recibieron, desde este hombre Jesús, un milagro divino.  Algo más grande que el Templo y más poderoso que el sacerdocio judío estaba presente en la tierra, Dios en la carne, venido para curar, sanar y salvar.  La fe en Cristo por naturaleza va a intentar cumplir las normas de la vida, la ley de Dios.  Pero su primer preocupación es dar gracias y alabanzas a Cristo, el Señor de Moisés, el edificador del Templo celestial, el Sumo Sacerdote eterno, que dio a sí mismo para rescatarnos de la lepra del pecado.

Estoy seguro que los nueve leprosos sanados estaban agradecidos, pero les parecía más importante cumplir la ley que regresar a Cristo para adorarle.  Pensaban que estaban cumpliendo la voluntad de Dios en su obediencia a la letra de Moisés, y podemos ofrecerlos indulgencia, puesto que el ministerio salvífico de Jesús todavía se estaba revelando. En el día de su sanación, la Cruz y la Resurrección todavía quedaban en el futuro.  Pero, todavía, que triste, que perdieron la oportunidad de caerse a los pies de Dios hecho hombre, para adorar a su Salvador.

Como hizo el samaritano.  Por la gracia de Dios, en el momento que fue sanado, no pensaba más en irse a los sacerdotes, sino volvió a Jesús, para adorar y darle gracias.  Como un buen cristiano.  Tal vez su ventaja, un medio por lo cual el Espíritu Santo hacía su obra salvadora, fue el hecho que los sacerdotes judíos realmente no habrían sido útiles para él. Siendo un samaritano, un pueblo de verdad despreciado por los judíos, el samaritano no tenía derecho de pedir la certificación de sanidad de un sacerdote judío.  Los samaritanos tuvieron su propio sacerdocio, su propio lugar de culto, distorsiones del sistema de Moisés, parecidos, pero separados.  Tal vez porque literalmente este samaritano no estaba bajo la ley de Moisés, él sentía la libertad de volver y adorar a Cristo.

Igual como el domingo pasado, cuando consideramos la historia del Buen Samaritano, queremos imitar este samaritano.  De verdad, aún más debemos imitar a este leproso sanado.

El papel del Buen Samaritano finalmente pertenece singularmente a Jesucristo.  Debemos amar al prójimo, sí, pero no podemos amar como Jesús.  Pero, como el samaritano sanado, somos infectados con la lepra.  No literalmente, espero, sino una lepra peor, la lepra espiritual del pecado, la cual, sin sanación, puede plagiarnos hasta la eternidad.  Gracias a Dios, por la piedad de Cristo, hemos sido sanados.  Cristo, por su sufrimiento, muerte y resurrección, nos ha rescatado de las acusaciones de la ley, y nos ha dado salud eterna, por el perdón de todos nuestros pecados.

¿Entonces, que debemos hacer primero?

Adoremos en libertad a los pies de Cristo Jesús.  Si, esto podemos hacer.  Se llama el cristianismo verdadero.  El cristianismo no es una forma de vida con muchas reglas y leyes y normas que cumplimos para complacer a Dios y ganar su favor. No, el cristianismo es la vida de leprosos sanados, ya favorecidos por Dios, libertados de las dolencias y la culpa de nuestro pecado, libres para adorar al hombre Jesús, quien es el mismo Dios, en la carne, quien, por su Palabra y su Espíritu y en su Cuerpo y Sangre, está todavía presente para salvarnos.

Volvamos corriendo a Jesús, en alegría y agradecimiento, y para ser sanados de los pecados leprosos que todavía nos plagan.  Así es el cristianismo, y, por el poder del Espíritu de Cristo, desde esta fuente también fluye la verdadera piedad cristiana, obras de amor, no hechas para ganar el favor de Dios, ni tampoco para hacer una impresión ante los hombres, sino obras libres que fluyen sin esfuerzo de corazones limpios y llenos del amor de Cristo.

De Jesús recibimos el amor que nos salva, y que rebosa a la bendición de nuestros prójimos, porque descansamos en la promesa que nuestro futuro está seguro, en Cristo Jesús, nuestro Sanador y Salvador, Amén.

 

Categories SERMONES | Tags: | Posted on septiembre 15, 2020

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