Sermón del 22 de marzo

Cuarto domingo de cuaresma 2020
Juan 6, 1-15

Abrimos la Palabra de Dios y la recibimos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y amigos que escucháis, Jesús, sabía lo que iba a hacer. Asistimos, en nuestra lectura de hoy, al milagro que Jesús realizó a más de cinco mil hombres con sus familias en su penúltima pascua antes de dar su vida por nosotros. Cualquiera que escuche esto, hace pensar en que no merece la pena pararse a considerar algo que es totalmente imposible para un hombre. Dar de comer a tanta gente sin organizar un catering carísimo. Pero olvidamos que quien da de comer gratuitamente y sin ayuda es el Hijo de Dios y si crees que Él es Todopoderoso, bien podrías creerlo.

Algún sector de la teología moderna adujo para explicar el milagro que los que estuvieron tumbados en el suelo, lo que hicieron fue compartir la comida que tenían en sus zurrones, unos con otros, exaltando la solidaridad humana que lleva a hacer que cuando hay generosidad, y el hombre comparte sus recursos todo va bien.

Sin embargo, no fue así. La gente fue tras Jesús pensando en que Él se encargaría de todo. Era vísperas de la celebración de la pascua judía, viernes en un momento que, si quisieran haber pagado la comida de todos, habría sido imposible conseguirla porque simplemente no había tanta comida, posiblemente en la población, y no daría tiempo a preparar tanta comida para tanta gente. Jesús lo sabía. Él sabía lo que iba a hacer.

¿A qué episodio del AT nos retrotrae este hecho? Claro que sí. Al mismo hecho ocurrido en el Desierto del Sinaí tras la huida del pueblo de Israel de Egipto. Tenían hambre, seguían a Moisés y Dios prometió que nos les faltaría que comer. Pero llegó el momento en que se acabaron las pocas provisiones que llevaban. La cruda realidad del hambre apretaba. Empezaron a recrearse en la buena carne que comían en Egipto:

Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud.

¿Las delicias de Egipto? ¿Qué delicias de Egipto podría comer un pueblo oprimido y desgraciado víctimas de la esclavitud del Faraón? ¿Qué alimento espiritual o material nos puede dar Satanás a cada uno de nosotros? Ninguno. Dios respondió a este clamor:

Y Jehová dijo a Moisés: He aquí yo os haré llover pan del cielo; y el pueblo saldrá, y recogerá diariamente la porción de un día, para que yo lo pruebe si anda en mi ley, o no. Mas en el sexto día prepararán para guardar el doble de lo que suelen recoger cada día. (Éxodo 16, 2-21)

Dios nunca saca nuestras vidas de un lugar, sin darnos algo mejor. Él va delante de nosotros como un buen pastor, Jesús fue delante de este gran rebaño como un buen Pastor, 5.000 hombres más sus familias (multipliquemos por 4 o 5 personas) en el texto del Evangelio y 603.550 hombres sin contar mujeres y niños en el Sinaí según relata (Núm 1, 49), sabiendo que tendrían que comer su rebaño. Sin embargo, y a propósito llevó al extremo sin salida la situación para que vieran el poder de Dios obrando en sus vidas, haciendo crecer la fe en ellos.

Jesús lo sabía. Él lo sabe todo. En el Sinaí hizo caer maná del cielo para alimentarlos plenamente y agua, hasta hartó al pueblo a codornices en medio de las quejas de estos. Y aquí, el pudo alimentarlos, con un mínimo de alimentos, apenas cinco panes y dos peces. Con ello, Jesús enseñaba que Dios cuenta con el ser humano para hacer sus milagros, pero nada tiene de sí mismo para hacer tal maravilla. Nada podemos hacer para salvarnos a nosotros mismos, sino solamente el Señor.

Los milagros son hechos que rompen las leyes naturales a la que estamos acostumbrados, pero que para Dios es posible, incluso físicamente posible, según la física moderna. El hecho de que hubiera tantos testigos que dieron fe de esta maravilla y que quedara por escrito, hizo que esto se convirtiera no en una leyenda, como algunos pudieran pensar, sino en autentica historia, historia de la fe y por tanto parte de la fe que profesamos y del rastro de la obra divina en este mundo, tan milagrosa como la creación de nuestro universo.

El salmo que precede a ese cuarto domingo de cuaresma comienza con la expresión: Laetare quiere decir: ¡Alegraos! Y ¿por qué nos alegramos? Especialmente en nuestras actuales circunstancias que vivimos. Nos alegramos en la misericordia de un Dios que por causa de nuestros pecados debería olvidarse de nosotros o condenarnos en un justo juicio con su justa y fiel Ley en su mano, pero que lejos de eso nos colma de bienes y gracias. Comenzando por su salvación y terminando por su cuidado de nosotros hasta el día en que estemos ante su presencia.

El bien que recibimos nosotros, es el mismo que recibieron ellos: el pan material y el pan espiritual. La grandeza de Dios no pierde detalle con aquellos que recibe como sus hijos. Recordamos el texto:

“Y tomó Jesús aquellos panes, y habiendo dado gracias, los repartió entre los discípulos, y los discípulos entre los que estaban recostados; asimismo de los peces, cuanto querían. Y cuando se hubieron saciado, dijo a sus discípulos: Recoged los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada. Recogieron, pues, y llenaron doce cestas de pedazos, que de los cinco panes de cebada sobraron a los que habían comido.”

Si Jesús hizo recordar a los 5.000 que Él es el Señor que dio anteriormente de comer a Israel. Hoy le ha placido recordarnos en medio de nuestra particular y actual crisis con el coronavirus y todos los daños de salud y económicos que ha provocado que Él seguirá siendo nuestra provisión material, simplemente porque Él puede. Y también sigue siendo nuestra provisión de alimento de la fe y la vida espiritual vivida a su lado por medio de la Palabra y los sacramentos:

“Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo.” (Juan 6, 33)

La presencia del Señor se hace palpable, visible y experimentable en la participación de la comunión en la Santa Cena y con ella su bendición. El gesto de Jesús antes de operar el milagro es similar al gesto litúrgico en el que el pastor da gracias por el pan y el vino al Señor, consagrándolo y partiéndolo para darlo a la congregación presente que en paz y en reposo, congregados en obediencia y amor al Señor, como los que fueron conminados a tumbarse en la hierba, recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor para el perdón de nuestros pecados y para alimentar nuestra vida de fe.

“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.” (Juan 6, 54)

De Cristo recibimos este gran don y lo que de Cristo recibimos, damos al pueblo de Dios como ministros, obedeciendo al Señor.

Dones que, a falta estos días de recibirlos físicamente, lo recibimos en fe, hasta que podamos hacerlo de forma física en la Iglesia. Nos os angustiéis en este caso concreto.

El resultado no es otro que el cumplimiento de la promesa del Salmo:

Alegraos con Jerusalén, y gozaos con ella, todos los que la amáis; para que maméis y os saciéis de los pechos de sus consolaciones (Salmos 122, 1-2)

Y ese es el resultado, su provisión es tan generosa, que tenemos la sensación de haber sobrado mucho, y de estar ante una infinita e inagotable fuente de beneficios para nuestro bien y nuestra salud. Tomando de los pechos de los bienes de la Palabra y los sacramentos santos, como los judíos lo hacían del culto en el Templo de Jerusalén quienes, sabiéndose hijos de la madre libre, hijos de Abraham y de Isaac, en base a la promesa podían venir estériles, vacíos de ellos mismos, como nosotros, sin méritos ni obras ante Dios, para recibir la gran consolación del Señor, como nos recordó hoy la lectura de Gálatas 4. Vida y consuelo que todos necesitamos para vivir.

Podemos vivir semanas sin comer, apenas días sin beber, pero ni un solo instante sin Dios.

Con Cristo recogemos nuestras cestas sobrantes aún llenas. No queremos que se pierda nada, como Cristo nos ordenó. El pastor con todo el sobrante del cuerpo y la sangre de Cristo no deja que se pierda nada, lo toma, como señal de respeto ante la sacralidad de todo lo que de Cristo viene para su pueblo y de él se alimenta tras alimentar al pueblo de Dios.

“Verdaderamente este es el rey que había de venir”. Siendo así, que Jesús es rey, huyó a la soledad de su recogimiento para estar en la presencia del Señor en oración donde todo empieza y termina en la vida cristiana. El afrontando su destino a su cruz redentora para nuestro bien y nosotros, junto a Él hoy, para interceder con fe en la esperanza de que la obra de Cristo haga su obra en medio de nuestras angustias, retos, encierro ahora, enfermedad o necesidades. Él seguirá a nuestro lado.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on marzo 24, 2020

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