Sermón del 23 de febrero

Quincuagésima 23.2.2020

Sola Fe – Lucas 18:31-43

Hay que creer. Es absolutamente necesario tener fe. Pero es difícil creer.

Los doce no pueden creer. A pesar de que los futuros fundamentos apostólicos de la Iglesia escuchan el Evangelio directamente de la boca del Cristo encarnado, Dios hecho hombre, ellos no pueden creerlo. “Buenas noticias,” declara Jesús, “He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará.” La buena noticia de la Resurrección estaba escondida de sus ojos, por el horror que Jesús predijo que vendría antes, y los doce no pudieron comprender. Ciertamente no podían poner su esperanza y confianza en esta predicción extraña. Estaban ciegos a su propia salvación.

Al otro lado, el ciego Bartimeo cree. Conocemos cómo se llama este mendigo desde el relato de San Marcos del mismo encuentro, y aprendimos cantar el Kyrie, “Señor ten misericordia, ten piedad de mí,” de la súplica implacable que hizo Bartimeo a Jesús.

La fe viene por oír, y de alguna manera, Bartimeo había oído y creído que este predicador itinerante, este hombre, Jesús el Nazareno, hijo de María y, supuestamente, de José el carpintero, era en realidad el Hijo de David. Bartimeo supo que Jesús fue el descendiente mesiánico del gran rey David, el que antaño el Señor Dios prometió a enviar, para restaurar a Israel y regir sobre todas las naciones, hasta la eternidad. Por la gracia de Dios, la Palabra acerca de Jesús hubo abierto sus ojos ciegos al hecho que el Mesías, el Salvador de Israel, era Jesús de Nazaret. Por lo tanto, cuando Bartimeo escucha que Jesús está cerca, nadie puede impedir que grite: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!”

Así comenzamos a aprender la verdad acerca de la “Sola Fide,” la salvación por la Sola Fe, la que Dios nos ha revelado en su gracia, a través de la Palabra de la Escritura. Es verdad que debes tener fe, pero no cualquiera fe, y seguramente no una fe que es realmente una emoción autogenerada con la que nos motivamos a nosotros mismos. No, la fe cristiana es recibida, y tiene un objeto: la fe salvadora confía en una historia particular, de un Hombre particular. Así entonces, por creer, la fe recibe bendiciones innumerables, de su objeto, Jesucristo, la fuente de cada cosa buena.

Los doce deberían haber creído la predicción de Jesús, sobre su Cruz y Resurrección. Habían visto y oído más que suficiente de su Maestro para saber que todo lo que diga es correcto y bueno, aunque parezca extraño, o aun horrible. Deberían haber creído. Pero no podían.

Bartimeo el ciego, totalmente dependiente de la generosidad de otros, reducido a mendigar para sobrevivir, prohibido de ver las obras grandes del Señor, fue bendecido en su humildad. El Espíritu abrió los ojos de su corazón para ver, para confiar, para creer en Jesús, y regocijarse que su Salvador pasaba cercana. “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mi!” Y Jesús cumplió su petición.

La muchedumbre quedó asombrada por el milagro visible, alabando a Dios porque Jesús restauró la vista a Bartimeo. Tan impresionante que esto fuera, sin embargo, la verdad es que la multitud perdió el milagro mayor, el milagro duradero, y salvífico: Bartimeo creyó que el hombre Jesús era el Mesías, el Hijo de David, el Salvador que bajó del cielo, Dios hecho carne.

¿Y nosotros? ¿Somos como Bartimeo, o somos más como los doce, o la multitud? Nosotros, quienes por nuestra naturaleza caída creemos que la manzana parece buena para comer, a pesar de la advertencia del Señor que es venenoso. Sin duda nos asombraríamos de ver un milagro visible. ¿Ver un ciego de repente volver a tener la visión 20/20? Algo tan espectacular fortalecería mucho a nuestra fe, o así pensamos. ¿Pero oír los detalles horribles y vergonzosos del sufrimiento y la muerte sangrienta de Jesús? Esto nos hace incómodos, pero mucho. Peor, nos recuerda de nuestro mal y pecado y culpabilidad. Por favor, cambiemos el tema. Por favor.

Jesús el Nazareno puede obrar milagros en y a través de su Iglesia hoy, donde y cuandoquiera. Pero los milagros que mueven montañas cesarán, no son eternos. Y aun más importante, no pueden salvar. En vez de enfocar en la esperanza de ver un milagro visible, la Biblia nos instruye a fijar nuestros ojos en Jesús, quien soportó la Cruz. La Sagrada Escritura nos enseña a proclamar la muerte del Señor, hasta que venga, por el bien de nuestras propias almas, y para la vida del mundo.

Pero, es difícil enfocar en la Cruz, por ende, buscamos minimizarla, o evitar hablar de ella. Y podemos, pero esto nos trae un problema importantísimo: el gozo de la Resurrección solo puede venir después de la oscuridad del Viernes Santo.

La fe verdadera, perdurable y salvadora sabe que el milagro mayor de todos es el amor derramado del Cuerpo de Jesús, colgado en vergüenza. Cuando permitimos que este significado, extraño pero bueno, sea distorsionado o encubierto, cuando buscamos milagros visibles y espectaculares, en vez de enfocar nuestros ojos el Siervo Sufriente, nuestra fe pierda su objeto salvífico, y, por tanto, nuestra fe empiece a morir de hambre. ¡Señor ten piedad, para que esto no nos pase!

La Iglesia por la mayoría de su historia ha utilizado los crucifijos, imágenes de Jesús colgado y moribundo en una cruz romana, para ayudarnos enfocar nuestros ojos en lo más importante. Pero aun esta imagen buena puede ser torcida por nuestra carne, que siempre quiere evitar la verdad. También el diablo quiere desviarnos. Mucho mejor para el enemigo si entendamos a Cristo crucificado sólo como una muestra de nuestra culpa, o, así como ha resultado para muchos, como una manera de explorar la profundidad del sufrimiento de su madre.

No me malentendéis. El rol que Dios dio a María en la Encarnación fue una maravilla, y ella sufrió en una forma singularmente dura. Pero ni su obra ni su sufrimiento son el centro de la fe. El lunes pasado vi en una plaza en Ciudad Real una cruz con Cristo en un lado y María en el otro; esta es una distorsión terrible de la enseñanza de Cristo. Él sufrió para abrir los cielos a María, y a todos nosotros.

María sufrió mucho, y la Cruz revela nuestra culpa. Pero, si el mensaje principal de un crucifijo no sea el amor eterno de Dios para con nosotros pecadores, entonces deberíamos no tener ni cruces ni crucifijos. Porque, separada del misterio del amor de Dios, una cruz es una señal de la muerte, y nada más.

Pero cuando predicamos con confianza que la Cruz es la revelación del amor de Dios, y la fuente de perdón gratuito, entonces un crucifijo nos muestra el lugar de misericordia, y el verdadero trono de Dios, donde nuestra salvación fue garantizado, una vez para todos.

¿Nos cansamos de oír el pastor predicar acerca del pecado, la gracia, y la muerte sangrienta de Jesús? ¿Buscamos las promesas que solamente están en la Biblia, o buscamos en nuestra vida diaria pruebas visibles e impresionantes de las bendiciones de Dios?

¿O somos, por la misericordia de Dios, sabios para fijar nuestros ojos en Cristo crucificado, confidente del hecho que bendiciones reales fluyen desde la maldición peor de todos, y la vida eterna fue ganado solamente en la muerte del Santo de Dios?

Bartimeo, el mendigo ciego, debe ser nuestro guia, porque clamó al hombre Jesús, desesperadamente, tal vez, pero también con confianza: “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí,” es una frase que el Señor siempre quiere oír.

Jesús de Nazaret es el único Salvador, así dondequiera Él vaya y cualquiera cosa que haga y cualquier palabra que diga, la fe cristiana acepta y pone su confianza en el mismo, porque Jesús es Dios, bajado del cielo, para pecadores, para ti, y para mí. Hemos sido bendecidos por el oír del Evangelio, porque el Espíritu Santo ha preservado y traído este mensaje a nosotros, para que los ojos de nuestra fe sean enfocados donde gozo verdadero y la vida real son encontrados, en la victoria perdonadora de Jesús en su Cruz, entregado hoy a nosotros bajo medios sencillos: Palabra, agua, trigo y vino.

La fe centrada en Jesús nos hace humildes, porque tal fe conoce la profundidad de nuestro pecado, y se asombra en la profundidad sin límite del amor de Dios, que ha soportado todo, para salvarnos.

No somos mejores de nuestros vecinos, todos somos pecadores culpables. Y todos luchamos con la misma tentación de quitar la Cruz desde su lugar en el medio de nuestra vida. No somos mejores que nadie, pero, por la misericordia divina, conocemos el amor y perdón de Cristo, los cuales nos animan a amar a nuestros vecinos, y humildemente buscar oportunidades de compartir el puro Evangelio con tantos como podamos.

Como Bartimeo, tenemos ojos para ver que hemos sido sanados y restaurados por Jesús, y, por lo tanto, estamos libres para gritar sus alabanzas.

Como María, madre de nuestro Señor, intentamos apuntar todos nuestros prójimos a su Hijo Jesús, porque hay perdón y vida en Él para todos nosotros pecadores, una fuente inagotable, que crea y sostiene nuestra fe.

Exhorto a cada uno que enfoques atentamente en Jesús y su Cruz. Ven y comulga con Él en los lugares donde Él te ha prometido estar presente para bendecirte con la victoria de Gólgota. Luego Jesús irá contigo y trabajará a través de ti, mientras sirves a tus prójimos, siempre preparado para dar la razón de la esperanza que está dentro de ti.

Finalmente, sobre todo, doy gracias a Dios que nos ha congregado aquí hoy, para alimentar nuestra fe con el Hombre Jesús el Nazareno, el Hijo de David, quien tiene misericordia perfecta para pecadores. En Él tienes perdón, vida, salvación y paz, la paz que sobrepuja todo entendimiento, y que guardará tu corazón y tu mente, en Cristo Jesús, hasta la vida eterna, Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on febrero 25, 2020

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