Sermón del 9 de febrero

Septuagésima San Mateo 20:1-16

En el nombre del Padre, y del + Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Es muy normal que todas las personas exijan que se les pague lo que se merecen, o al menos que se les pague lo que creen que merecen. Y lo mismo es cierto de los trabajadores en la parábola de nuestro Señor. Creemos que sería mejor recibir exactamente lo que hemos ganado y merecido… exactamente lo que es justo.

Pero como dice nuestro Señor en la lección del Evangelio de hoy, esta parábola es una explicación de cómo funciona el Reino de los cielos. Y el Reino de los cielos no es un Reino donde las personas obtienen lo que se merecen. ¡Y es bueno para nosotros que no lo sea! En cambio, el Reino de los cielos es un Reino de gracia… un Reino de favores y dones no ganados. Ese es el punto principal de la parábola. Dios puede hacer lo que quiere con lo que es suyo, y lo que quiere hacer es regalarlo a quienes no lo merecen.

No somos trabajadores a quienes debe. Somos mendigos a quienes Él ama. No tenemos derecho a quejarnos. Somos salvos por gracia, inmerecida y dada libremente, comprados y pagados por el sacrificio de Jesucristo, y entregados por la fe.

Deberíamos, por supuesto, esforzarnos por ser un trabajador en la viña del Señor que trabaje duro, que sirva a nuestro prójimo, no para ganar un salario justo, sino como aquellos que se alegran de ser parte de esa santa obra, que se regocijan en lo que Dios da. Pero nunca debemos confundir cómo funciona el Reino de los cielos con los reinos de este mundo. Pues no son lo mismo.

En su parábola, nuestro Señor usa este sentido de que “todos deberían obtener lo que se merecen”, que parece ser universal para la humanidad, como una forma de hacer una observación profunda sobre el reino de Dios.

Escuchemos el murmullo de los trabajadores al final de la parábola. Cuando descubren que los trabajadores que trabajaron una sola hora ganan los mismos salarios que los que trabajaron todo el día, ellos dicen: “Los has hecho iguales a nosotros”. Ven la generosidad del Señor hacia los demás como un delito contra ellos.

En el reino de Dios, no recibimos el pago de acuerdo con nuestra experiencia, ni según nuestro nivel de habilidad. Más bien recibimos el pago de acuerdo con la generosidad del Maestro de la Viña.

Si se nos pagara justamente por lo que merecemos, la Palabra de Dios revelada a San Pablo es clara al respecto: “La paga del pecado es muerte”. Afortunadamente no se nos paga de acuerdo con lo que hemos ganado, sino más bien de acuerdo con “la justicia “. De nuevo, afortunadamente no con nuestra justicia, sino con la justicia que hemos recibido como un regalo. La justicia de Jesucristo.

De hecho, recibimos un salario más alto de lo que merecemos. Pues merecemos la muerte, pero recibimos la vida. Nos merecemos el infierno, pero recibimos el paraíso. Merecemos la separación de Dios, pero en cambio recibimos la comunión con Él.

Deberíamos alegrarnos cuando nuestro Señor muestra tanta generosidad, no solo con nosotros, sino también con los demás. Deberíamos desear que todos, incluso aquellos que solo han trabajado un poco, reciban la misericordia del Señor. Como pregunta el salmista: “Si mirares a los pecados, ¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse?”

En lugar de estar resentidos por aquellos que tal vez hayan sido perdonados incluso más que nosotros, y en lugar de buscar adoración por nuestros actos al esperar una recompensa por lo que hemos hecho, deberíamos alegrarnos de que no nos hayan tratado de manera justa, de que no hayamos sido verdaderamente premiados de acuerdo con nuestros actos, de que no se nos ha dado el salario realmente justo por nuestra naturaleza pecaminosa, sino que se nos da un regalo, una compensación basada en la misericordia y la caridad, en lugar de lo que merecemos.

Porque todos sabemos lo que merecemos. Y todos sabemos lo que nos han dado.

La parábola del Señor es una metáfora del proceso de salvación. En lugar de un denario, el salario de un día, se nos ha dado el regalo de la redención, del perdón, de la salvación, de la vida eterna. Se nos paga generosamente con la promesa de la vida en el paraíso y con nunca estar separados del amor de Dios por la eternidad. Y este salario ha sido ganado, no por nosotros, sino por nuestro Salvador Jesucristo, “no con oro o plata, sino con su sangre santa y preciosa y con su inocente sufrimiento y muerte”. Porque la paga del pecado es muerte, pero esta deuda ya ha sido pagada por el Único que no merecía morir.

Gracias a Dios de que se nos paga de acuerdo con la justicia, la justicia del Señor, y no por lo que hemos merecido por nuestra injusticia. Gracias a Dios que en Su reino, lo que es justo a los ojos del mundo no se impone contra nosotros, ni siquiera cuando nosotros, en nuestra carne pecaminosa, nos quejamos y exigimos que Dios actúe de una manera que nos parezca justa.

Porque si somos verdaderamente honestos con nosotros mismos, somos ese último trabajador, a quien se le ha pagado no de acuerdo con lo que ha ganado, sino de acuerdo con la increíble generosidad de su maestro. Se nos ha dado lo que no hemos ganado, lo que no hemos merecido. Hemos recibido algo mucho mayor que el salario de un día por una hora de trabajo. Se nos ha dado el perdón de todos nuestros pecados y el regalo gratuito de la vida eterna.

Eso, queridos hermanos, de eso se trata la gracia. Eso es lo que llamamos el Evangelio. Esa es la vida cristiana en pocas palabras. La muerte que merecemos fue dada a Jesús, y la vida que Él ganó nos fue dada a nosotros.

Esto es lo que el Señor quiere decir cuando dice que en Su reino, “los primeros serán postreros, y los postreros, primeros”. Gracias a Dios.

En el nombre de + Jesús. Amén.

Categories SERMONES | Tags: | Posted on febrero 11, 2020

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